viernes, 19 de noviembre de 2010

A ti que buscas a Dios


Hermano: pon en descanso tu propio corazón.
Tú, que buscas a Dios; tú, que sientes en tu alma el deseo de orar; tú, que percibes la voz del Señor que te invita a un encuentro profundo con Él, no desoigas su voz. Ten la serenidad y la disponibilidad necesarias para "perder tu tiempo" con Dios. Renuncia por un momento a tu actividad. Deja este ritmo de vida marcado, inexorablemente, por las agujas del reloj.
Vive tu tiempo para Dios como "un tiempo fuera del tiempo".
Está atento. No duermas, pero tampoco tengas prisa.
Piensa en ti. Busca recrear tu propio interior. No creas que esta actitud es egoísta.
Las personas que comparten tu vida no sólo necesitan de ti, o de tu servicio, o de tu disponibilidad. Esperan que tú les puedas decir con tu vida una palabra que nazca de dentro, una palabra del alma, una palabra que suene a silencio.
No vivas en actitud prescindente o alienada. Piensa que es necesario que renueves tu interioridad.
Para ello, dile al Señor un sí muy grande, muy sincero. Estás dispuesto a encontrarte con Él. Después, en la vida, tendrás que ser su testigo.
Ten en cuenta que en estos días te asediará la tentación de la actividad o de las prisas. Te molestará el recuerdo de las cosas que aún tienes por hacer. No te dejes vencer por estas preocupaciones. Ahora tienes un tiempo para renovarte a fondo, haciendo nuevo tu corazón, más disponible para amar y para darse.
Llora, sí, llora por ti. Reconoce tus pecados y, con ellos, el gran pecado de la superficialidad. Llora por tus egoísmos.
Deja a un lado el planteamiento activista de tu vida, la eficiencia, el "hacer por hacer" a cualquier precio, olvidando, incluso, lo más necesario, olvidando que eres tú y el Señor quienes hacen el camino.
Valora tu tiempo como un tiempo de Dios y para El. Busca hacer de tu vida una ofrenda de alabanza y de adoración al Padre por amor.
Pero, para ello, no puedes ignorar y desconocer la realidad del Señor vivo y presente en tu propio corazón, que llama sin cesar a la puerta de tu alma: "Estoy a la puerta y llamo -dice el Señor-. Si alguien me abre, cenaré con él y él conmigo".
Vive siempre en Dios, plenamente arraigado en la vida y, desde ella, aprende a orar la Palabra. Aprende a orar la Palabra, es la Palabra del Señor, tu Dios, tu Señor, tu Amor, tu Vida. Y para ello, busca sin cesar caminos de oración en tu vida. Buscar es amar y amar es buscar, el Espíritu Santo guía tu ruta. Escúchalo.
Mete a Dios en tu vida. Libérate para conseguirlo de todas aquellas ataduras que te dificultan el camino para descender a tu propio corazón.
No dudes en guardar en tu vida espacios reservados a la soledad y al silencio. Este es un tiempo privilegiado para ello.
En la soledad y en el silencio comprenderás la verdad de las palabras de Guillermo de Saint-Thierry: "El que vive en Dios nunca se siente menos solo que cuando está solo". Y Esto es así porque saborea su felicidad. Entonces es dueño de sí mismo, porque disfruta de Dios en él y de él en Dios.
Ama la soledad, donde el Señor te hablará al corazón para recordar su amor primero. Allí te capacitarás para acoger la Palabra, para orarla en tu vida.
"Una palabra habló el Padre -dice San Juan de la Cruz-, que fue su Hijo". Y esta Palabra siempre habla en el eterno silencio. Y en silencio ha de ser oída del alma.
Reconoce que caminar por la ruta del corazón te exigirá subir a la montaña y al desierto con el Señor para orar y para ser tentado, para ser probado.
El Espíritu te conducirá hacia el Monte Sinaí para reconocer la trascendencia de Dios y la inmensidad inabarcable de su misterio.
Pero también tendrás que subir a la montaña, donde podrás contemplar el rostro transfigurado y luminoso del Señor. Recuerda, sin embargo, que para los discípulos predilectos de Jesús, fue una visión fugaz, como para darles a entender que "más estima Dios en ti el inclinarte a la sequedad y al padecer por su amor &endash;dice, de nuevo, San Juan de la Cruz-, que todas las consolaciones y visiones espirituales y meditaciones que puedas tener".
No dudes en mantener tu fidelidad al camino que has emprendido cuando la oscuridad o el desconcierto se adueñen de tu alma. Ten fe. Él te ha llamado. Vive con amor tu andar, pues no consiste el amor en sentir mucho, sino en experimentar gran desnudez y sufrimiento por alcanzar a contemplar el rostro del Señor a quien amas. Él te ha hecho caminar en el deseo de contemplar su rostro.
Que puedas decir, en verdad, con el apóstol Pablo: "Para mí, vivir es Cristo", ya que, en encontrar esta vida has puesto tu empeño y tu vocación consagrada.
Conduce también tu corazón al Monte de los Olivos, que es el lugar donde aprenderás a vivir amorosamente y en cruz la voluntad del Padre. Desde este Monte verás ya el Calvario, el lugar de la Cruz.
No temas la Cruz, no la rehuyas. Para que tu alma pueda encontrarse cara a cara con el rostro del Señor, tendrás que poder decir, como Pablo, el apóstol a los Gálatas: "Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, más no soy yo, es Cristo quien vive en mí".
También subirás al Monte de las Bienaventuranzas. Escucharás en tu alma las palabras de Jesús. Te encontrarás, cara a cara, con la Palabra, el Verbo. El Señor Jesús, que te dice con fuerza: "Ten la alegría que yo tengo, la alegría plena. Sé feliz. Bienaventurados los pobres de alma. Bienaventurados los limpios de corazón. Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia. Bienaventurados… bienaventurados…".
Abandónate, para ello, al querer de Dios, aunque sea muchas veces un querer de Cruz.
"No te canses, que no entrarás en el sabor y la suavidad del Espíritu -dice Juan de la Cruz-, si no te dieres a la mortificación de todo esto que quieres".
Que tu alimento sea el evangelio, y tu apoyo el libro de los Salmos, oración de la vida y de la fe.
Canta a la vida con gozo, pues el Señor está en ti, Salvador y Rey. Sí, Él se hará más cercano cuando más atrás dejes tu propio camino y vayas realizando lo que Él quiere para ti.
Conviértete en hombre nuevo creado a imagen y semejanza de Dios. Para ello reconoce tu pecado y canta su misericordia que no tiene fin.
Ábrete a la misericordia y déjate salvar por el amor.
Confía tu oración al viento del Espíritu. Reconoce para ello tu pobreza. Que la humildad, la pequeñez de alma te haga libre. Acéptate con tus pobrezas y con tus limitaciones. Haz como el niño que se deja llevar por la mano amorosa del Padre.
Busca la comunión interior en la paz contigo mismo, en la serenidad y docilidad con la que aceptas las manifestaciones de Dios, y en la caridad, el amor fraterno que es tu norma de vida entre los hermanos. Sé para todos ellos, sacramento del encuentro de todos con el Señor. Ámalos y acéptalos en tu vida.
No hagas tu camino en solitario. Vive en comunión con los que comparten tu vida. La soledad en la que haces tu camino hacia el corazón, hacia el encuentro con Dios, ha de ser una soledad en comunión.
Mira, desde la perspectiva que te ofrece el camino esencial de tu búsqueda de Dios, el rostro nuevo que adquieren los hermanos. Reconoce en los más pequeños y pobres, en los que más sufren, el rostro de Cristo herido.
No dudes en pasar del amor a la soledad contemplativa, al encuentro de comunión con los hermanos. Hazte presente en ellos y hazlos presente en este tiempo de silencio. Son siempre parte esencial de tu camino de encuentro con Dios.
Descubre las manos que se tienden ante ti pidiendo tu ayuda, tu pan, tu consuelo. No llegarás al templo de Dios si pasas de largo ante el hermano herido en el camino. Recuerda la parábola del Buen Samaritano.
Vive el amor con libertad. No te ates, no condiciones tu vida con una manera de amar que te aparte del camino. Aprende a amar y a escuchar, pero ama si ilusiones, ama a tus hermanos tal y como son. Que no te limite el amor si los encuentras manchados por el polvo de la vida o el sudor y las lágrimas del dolor.
Ten un corazón bueno y se testigo de la ternura de Dios.
Siéntate en la mesa de comunión que es la Trinidad Santa que habita en tu alma. Ella está en ti, hace camino contigo. Es una fiesta de comunión.
Encuéntrate con el rostro de Cristo grabado en la cruz. Vive con intensidad su presencia sacramental en el Sagrario. El Maestro está aquí y te espera.
Reconocerás, a lo largo de tu ruta, que lo que más buscas y deseas ya está en ti.
Vive la comunión con la presencia divina de la gracia que está en lo más profundo de tu ser y haz como María: sé dócil a la obra de Dios en ti. Magnifica la grandeza de su amor con la misma verdad con la que reconoces tus límites.
Acoge al Espíritu Santo. Guarda en ti la Palabra, vive en Cristo y, como María, canta su misericordia sin fin. 


Jaume Boada, OP

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